miércoles, 7 de diciembre de 2011

Ashura



‘Una sola lágrima llorada por Hussein limpia cien pecados’ Dicho chií





                                        

                                     Foto: Natalia Sancha

 


 

  Cuando salí del recinto donde está la mezquita, junto a Jaime para buscar agua, no escuchaba bien lo que éste me decía y veía algo borroso. Salimos de allí, rodeamos el campo de fútbol donde un par de horas después se representaría la muerte de Hussein, y tomamos una calle donde el sol venía de frente, y donde nunca olvidaré la sensación de estar flotando entre la luz cegadora, con las piernas temblándome y a punto de desmayarme. Había sido demasiado para mí ver a esa hora de la mañana a niños ensangrentados, con cortes en la cabeza, y golpeándose en ella alentados por sus padres. Aquí el que escribe es bastante sensible a estas cosas.
  Después de sentarme y beber agua ya empecé a sentirme mejor y se fue la sensación de mareo. Un rato después  Jaime, Xabier, Héctor y yo, todos becarios de oficina comercial (ellos en Ankara y Bombai), buscamos sitio en las gradas del campo de fútbol, que empezaban a llenarse de chiítas, la mayoría vestidos de negro. En la megafonía se escuchaba desde primera hora de la mañana a un hombre contando la historia de Hussein, lamentándose por no haber podido salvarlo. De vez en cuando se le escuchaba llorar, y en esos momentos uno no podía evitar empaparse de la tristeza que flotaba en el ambiente, aunque no entendiese nada de lo que decía. Muchos de los que estaban en las gradas rezaban y parecían realmente compungidos, algunos incluso lloraban. Yo me sentía en el centro de algo a lo cual no pertenecía, un extranjero perfecto, que es lo que siempre he buscado.


  En el día de la Ashura, los chiítas conmemoran el décimo día de la batalla de Karbala, cuando Hussein, el nieto del profeta, se convirtió en un mártir (680 DC). Es un día de duelo y dolor, en el que los chiítas de todo el mundo lamentan no haber podido salvar a Hussein. Algunos, los más radicales, se autolesionan. En algunos países, como el Líbano e Irán, la autoflagelación está prohibida desde hace poco, porque probablemente da una imagen bárbara y primitiva del Islam, además de algunas pérdidas humanas.

  Puede que esta prohibición esté vigente en Beirut, pero no desde luego en Nabatyeh, donde tuve la oportunidad de estar ayer en el día de la Ashura, y ver cosas que nunca antes había visto.
 Cuando estábamos en las gradas los autóctonos nos preguntaron que hacíamos allí, si éramos periodistas, por qué habíamos venido, todo con mucha amabilidad. Un niño que estaba justo delante no paraba de mirarme, como si fuese un especimen nuevo para él. Poco después sacó un par de caramelos de menta, los dos únicos que le quedaban, y nos los ofreció a mí y a Héctor. Esa es la hospitalidad árabe que ya ha dejado de sorprenderme. La honradez había sido totalmente comprobada minutos antes, cuando el hombre al que comprábamos un delicioso pan con sésamo con forma de bolso quiso devolvernos hasta el último céntimo de vuelta, a pesar de que podía perfectamente habernos engañado. Después, está la picardía de las grandes ciudades, el juego de los taxistas para aprovecharse de los turistas en Beirut. Pero la gente humilde aquí no roba.
Cada vez que siento en mis carnes esta honradez árabe, cada vez que le cuento a alguien que no se preocupe, que aquí no se roba, que puede dejar una mochila en medio de la calle y volverla a recoger una hora después (con algo de suerte, mala gente la hay en todos los sitios), me acuerdo de los prejuicios europeos.
  Poco antes de venir al Líbano tuve la oportunidad de percibir la opinión de los árabes de mucha gente, que me contaba sus impresiones. Mucho racismo. Pero de entre todas la que más me impresionó es la de un hombre culto de unos 60 años. Me previno contra los árabes, contándome que no eran gente de fiar, que si uno era infiel ellos no se comportarían de la misma manera, lo despreciarían,  y podían jugar malas pasadas. Yo sólo dije que no estaba de acuerdo, no le dije lo que realmente pensaba, que tenía enquistado un prejuicio vergonzante y que me daba pena. Como él, tantos otros occidentales tienen esta visión del pueblo árabe, como si fuesen todos un atajo de fanáticos afiliados a Al Quaeda. Siempre, claro, olvidándose del propio fanatismo cristiano, que tanto mal ha hecho.

  Nabatyeh es un pequeño pueblo en el sur del Líbano de mayoría chiíta, situado entre pequeñas colinas de aspecto más bien árido, cerca de la frontera con Israel, y donde ya se respira el odio que se siente hacia ese país. Murales con estrellas de David machacadas por un puño, dianas con ésta en el centro. Lo que en realidad se puede esperar de un pueblo que ha sufrido enormemente por las acciones de los judíos, de una región que ha visto tantas veces su progreso estancarse por las ocupaciones del país vecino, y donde las infraestructuras son tan escasas por la misma razón que parece un pobre país del África profunda. No viene a cuento, pero hace falta saber esto cuando se habla del sur del Líbano.

   Nabatyeh, a donde habíamos llegado a las 7.15 am para presenciar muestras de fe y de fanatismo, sangre, y donde presenciábamos la representación de cómo Husein y su familia murieron en la batalla de Karbala. En el campo de fútbol todo había sido perfectamente cuidado para parecer un desierto. Se habían hecho montones de arena simulando dunas, al fondo se divisaban palmeras y a lo largo de la banda paneles con dibujos de desierto. Además el sol pegaba fuerte, abrasando probablemente a la mayoría, que además iban de negro.
  Después de un rato largo, Hussein y su familia, caballos, camellos y el ejército enemigo salieron al escenario con las gradas abarrotadas de gente. A nuestro alrededor una mujer vestida totalmente de negro me comunicó en francés que ya empezaba, y que podía sacar fotos. Parecía que en realidad debíamos sacar fotos para mostrar interés, y le dije a Xabi si podía dejarme su cámara para contentar al personal.  Sobre una hora estuvieron representado la muerte de Hussein, aunque nosotros decidimos irnos antes porque ninguno se enteraba de nada.

  Durante la espera de la representación nos había parecido escuchar procesiones alrededor del estadio, pero no podíamos comprobarlo donde estábamos. Yo creía que era allí  en las gradas donde estaba la gente, y las calles estarían casi vacías. Pero cuando salimos del campo vi que estaba totalmente equivocado, y que la Ashura estaba en la calle. En las aceras se arremolinaban curiosos presenciando el espectáculo. Mujeres embutidas en negro, curiosos, mujeres cubriéndose la boca, gente captando imágenes, hombres abriendo los ojos, periodistas en medio de la maraña. Yo, al principio, mirando para otro lado. Después ya me acostumbré a lo que sucedía y pude observar a donde pueden llegar los extremos y el fanatismo. Olía a sangre.

  El espectáculo eran grupos de jóvenes bajando las calles, lamentando la pérdida de Hussein, el no haber estado en la batalla protegiéndolo. Vestidos de blanco para mostrar la sangre, poco antes se habían hecho cortes en la cabeza, y llevaban en la mano machetes o espadas con las que se golpeaban de canto en la parte superior del cráneo, de donde brotaba la sangre. Algunos incluso llevaban cadenas. Al unísono gritaban ‘Haidar, Haidar’, uno de los nombres de Hussein. Así que daban vueltas por las calles, con rapidez, como sumidos en trance algunos de ellos, otros, para que negarlo, sólo mostrando su hombría. Algunos grupos sólo mostraban su dolor golpeándose la cabeza, sin provocar sangre, pero muchos eran los mejores extras de una película gore que nadie haya podido ver. Con la cara ensangrentada, con sus ropas caladas de rojo, golpeándose en las heridas de la cabeza, gritando el cuarto nombre de Hussein.
Mientras veía los charcos de sangre que se formaban en el suelo, dos hombres cogieron a uno de su propio grupo que había empezado a tener convulsiones, supongo que por la pérdida de sangre. Metían la mano en su boca para que no se tragase la lengua. Al rato una enfermera, totalmente lívida, era llevada a la carrera hacia la tienda donde multitud de enfermeros atendían a los heridos que necesitaban asistencia. Había visto demasiada sangre.

  Se repartía comida y bebida gratis para festejar el Ashura, aunque no haya nada que celebrar porque el día no deja de ser de duelo, y era curioso ver a gente comiendo, y al lado viendo pasar por todos sitios a hombres ensangrentados. Conocimos a una chica chiíta, que se ofreció sin conocernos de nada a llevarnos un día a su casa para que conociéramos a su familia en una bonita región del sur del Líbano. Estuvimos un rato hablando con ella y con su primo, y cuando se fue le ofrecimos la mano para despedirnos. Sorprendidos descubrimos que no podía tocarnos. Es algo que aun no me había pasado pero para lo cual ya estaba prevenido. Sonreímos y nos marchamos de allí. Conste en acta que sólo las muy religiosas actúan así.

  Los grupos seguían pasando, y los chiítas ensangrentados estaban por todas partes. A veces te tropezabas con ellos, con sus espadas y sus machetes, y yo no podía evitar desviar la vista ante sus ojos, ante su cara ensangrentada. Eran combatientes de una guerra en la que no habían podido estar, pese a lo cual habían decidido lucharla, y había que cederles el paso.

1 comentario:

  1. muy interesante todo este tema de la ashura, por cierto que los prejuicios raciales y religiosos estan presentes en todas las culturas, en otro tiempo se podía pensar que era un tema relacionado con la ignorancia, pero a la vista de ciertos acontecimientos, parece ser que la cuestión es mas compleja.Por cierto podías escribir mas. Un beso Xabier

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