martes, 27 de noviembre de 2012

Lompoul







 En Africa, en los 57 países que forman Africa, caben más de tres Estados Unidos y casi dos Rusias. De allí precisamente, de Rusia, partió Sergei hace 16 meses, desde Moscú en concreto, con una pequeña mochila y un estuche con un clarinete y algún rublo, supongo, encima. Y después nada, después el dinero que sacaba tocando su música, además de buscando aprovechar la hospitalidad de los pueblos que visitaba. Poca gente hay  que se atreva a esto. A muchos nos parecerá una vida emocionante y llena de aventuras, pero al primer dia sin techo, con frio y soledad nos empezaremos seguramente a arrepentir de ello. Hace falta mucho valor y poco apego por el bienestar de una cama caliente cuando cae la noche y nos hacemos de repente vulnerables.


Sergei llego así a Senegal, después de cruzar haciendo autostop toda Europa, Marruecos y Mauritania, y levantarse un día con el sol tropical encima de su sonrisa, a 9.000 km  de su madre. Estuvo viajando por el país, disfrutando de él y conociendo la hospitalidad africana mezclada con la musulmana, una combinación que te asegura poder sobrevivir hasta en un país pobre. En Dakar, el punto más occidental de toda Africa, conoció a Mbaye, un guitarrista aficionado que le ofreció su casa y un compañero para tocar música. Y dos semanas después los dos decidieron dirigirse al desierto de Lompoul, a unas tres horas al norte de Dakar, para ir al festival de Sahel, donde esperaban asistir al despliegue de sintonías saharauis, argelinas, senegalesas y en general ritmos africanos entre dunas, poder mostrar su música a la gente y entrar de gorra. Lo consiguieron casi todo.

Como ninguno había estado allí antes, al fin de este camino, el camino y sus colores eran nuevos para los dos. Al salir de Dakar vieron a dos camiones descargando miles y miles de  verdes sandías, y gente y más gente en los valles que éstas iban formando. Sandías, montañas de ellas, y negros. Sergei aún no se había acostumbrado a los colores de África, no tenía gafas de sol, y su retina intentaba amoldarse a la potencia tranquila pero salvaje que éstos desplegaban. Sergei trataba de explicarle a Mbaye que los colores, la luz que los forma, era distinta en este continente. Desde el destello diamantino de  la piel humana negra hasta el color marrón puro de los caminos, del polvo alrededor en las calles y en la gente. Esto es África. Aquí nacieron los colores que todos vemos y uno se siente un niño pequeño al descubrirlos otra vez y de forma verdadera. Mbaye sonreía a Sergei y miraba hacia el enorme baobab que desplegaba sus raíces cerca, pues él nunca había salido de Africa y no podía saber.

Cuando por fin llegaron a la pequeña carretera que lleva al poblado de Lompoul, cerca ya del desierto del mismo nombre, empezaron a andar un largo camino de unos 24 km. A la derecha e izquierda de si mismos un paisaje llano, plano, con palmeras y otros árboles de dos dimensiones que formaban parte del escenario de bienvenida a la arena y el polvo, que crecían rápido, y que en algunos casos, cuando eran baobabs milenarios, se resistían a morir. Poco llevaban andando cuando pasó una pick up con tres tubabs (blancos) a bordo: dos hombres y una mujer embarazada que se dirigían al mismo festival para conocer a otra gente, disfrutar de la finísima arena de las dunas, correr y caer en ellas y escuchar ya en la quietud de la noche a  Ismael Lo y a quien quisiese desde el escenario mostrar su amor por Africa y transformarlo en música. Lo consiguieron todo.

Nuestros dos viajeros se subieron con energía a la parte de atrás de la pick-up, junto a uno de los tubabs que llegaban también de Dakar para escuchar su historia y empezar a conocer un país.