En Africa, en los 57 países
que forman Africa, caben más de tres Estados Unidos y casi dos Rusias. De allí
precisamente, de Rusia, partió Sergei hace 16 meses, desde Moscú en concreto,
con una pequeña mochila y un estuche con un clarinete y algún rublo, supongo,
encima. Y después nada, después el dinero que sacaba tocando su música, además
de buscando aprovechar la hospitalidad de los pueblos que visitaba. Poca gente
hay que se atreva a esto. A muchos nos
parecerá una vida emocionante y llena de aventuras, pero al primer dia sin
techo, con frio y soledad nos empezaremos seguramente a arrepentir de ello. Hace falta
mucho valor y poco apego por el bienestar de una cama caliente cuando cae la
noche y nos hacemos de repente vulnerables.
Sergei
llego así a Senegal, después de cruzar haciendo autostop toda Europa, Marruecos
y Mauritania, y levantarse un día con el sol tropical encima de su sonrisa, a 9.000 km de su madre. Estuvo viajando por el país,
disfrutando de él y conociendo la hospitalidad africana mezclada con la musulmana,
una combinación que te asegura poder sobrevivir hasta en un país pobre. En
Dakar, el punto más occidental de toda Africa, conoció a Mbaye, un guitarrista
aficionado que le ofreció su casa y un compañero para tocar música. Y dos
semanas después los dos decidieron dirigirse al desierto de Lompoul, a unas
tres horas al norte de Dakar, para ir al festival de Sahel, donde esperaban
asistir al despliegue de sintonías saharauis, argelinas, senegalesas y en
general ritmos africanos entre dunas, poder mostrar su música a la gente y
entrar de gorra. Lo consiguieron casi todo.
Como
ninguno había estado allí antes, al fin de este camino, el camino y sus colores
eran nuevos para los dos. Al salir de Dakar vieron a dos camiones descargando
miles y miles de verdes sandías, y gente
y más gente en los valles que éstas iban formando. Sandías, montañas de ellas,
y negros. Sergei aún no se había acostumbrado a los colores de África, no tenía
gafas de sol, y su retina intentaba amoldarse a la potencia tranquila pero
salvaje que éstos desplegaban. Sergei trataba de explicarle a Mbaye que los
colores, la luz que los forma, era
distinta en este continente. Desde el destello diamantino de la piel humana negra hasta el color marrón
puro de los caminos, del polvo alrededor en las calles y en la gente. Esto es África.
Aquí nacieron los colores que todos vemos y uno se siente un niño pequeño al
descubrirlos otra vez y de forma verdadera. Mbaye sonreía a Sergei y miraba
hacia el enorme baobab que desplegaba sus raíces cerca, pues él nunca había
salido de Africa y no podía saber.
Cuando
por fin llegaron a la pequeña carretera que lleva al poblado de Lompoul, cerca
ya del desierto del mismo nombre, empezaron a andar un largo camino de unos 24 km. A la derecha e
izquierda de si mismos un paisaje llano, plano, con palmeras y otros árboles de
dos dimensiones que formaban parte del escenario de bienvenida a la arena y el
polvo, que crecían rápido, y que en algunos casos, cuando eran baobabs
milenarios, se resistían a morir. Poco llevaban andando cuando pasó una pick up
con tres tubabs (blancos) a bordo: dos hombres y una mujer embarazada que se
dirigían al mismo festival para conocer a otra gente, disfrutar de la finísima
arena de las dunas, correr y caer en ellas y escuchar ya en la quietud de la
noche a Ismael Lo y a quien quisiese
desde el escenario mostrar su amor por Africa y transformarlo en música. Lo
consiguieron todo.
Nuestros
dos viajeros se subieron con energía a la parte de atrás de la pick-up, junto
a uno de los tubabs que llegaban también de Dakar para escuchar su historia y
empezar a conocer un país.