viernes, 11 de enero de 2013

Mamelles




                                                     Playa de Mamelles, con el faro al fondo





La playa de Yoff es como una de esas enormes playas portuguesas, abiertas de par en par al Atlántico y que guardan de alguna forma ese toque salvaje que ningún exceso de turistas puede empañar. La diferencia es que la playa de Yoff se prolonga hasta casi el infinito, sale desde Dakar y llega hasta Mauritania, haciendo kilómetros y más kilómetros de arena bordeando el país.
La playa es aquí un centro más de vida más, no es como en Europa un lugar sólo para disfrutar y relajarse. Cuando todavia está en Yoff, el enorme ancho de la playa se divide: una mitad para chiringuitos con sombrillas de paja, y la mitad que se une al mar, la verdadera playa. Es allí donde la vida de los senegaleses se desarrolla con normalidad, como si se tratase de otra calle más de la polvorienta ciudad de Dakar.  Grupos de chavales jugando al fútbol contra la puesta de sol, con la marea haciendo de banda y siendo una parte del juego; carros tirados por caballos llevando cualquier tipo de mercancía, atravesando la playa paralelamente a la línea de olas; una mujer que camina descalza, llevando a su hijo en la espalda; senegaleses intentando vender objetos de madera, de plástico, de casi cualquier cosa en realidad, a algún blanco sobre todo, a cualquiera. Dos jóvenes llevando a la fuerza a un cordero hasta la orilla, y una vez allí lavándolo, frótandolo con fuerza, aunque parezca que lo maten por la actitud del animal. No hay forma más barata de lavarlos y el país está lleno de corderos, así que el mar presta un buen servicio.

Y otros dos jóvenes que corren en sprint una carrera para comprobar quien es más rápido, recordando lo importante que es el ejercicio para los senegaleses. Un poco lejos de la playa de  Yoff está la playa de Mamelles, bastante pequeña y  situada a los pies de la colina donde se alza el faro de las Mamelles, el punto más alto de todo Dakar y que envía cada noche su luz  a quienes quieran verla, tanto en el mar como en los rincones casi siempre oscuros de la ciudad. Es esta playa la que está más cerca de mi casa y a la que acudo bastante, para bañarme y jugar al fútbol. A todas horas puede haber chicos entrenándose, pero en esta época del año la hora punta es de 17h a 19h, cuando anochece. Por la tarde aparecen los musculados luchadores de lucha senegalesa, que aparte de correr hacen flexiones y multitud de ejercicios para fortalecer los músculos de las piernas, ya que es básico en su deporte arraigarse con la fuerza del tren inferior para que el contrincante no pueda echarlos a tierra. Se agarran por el cuello agachados y el primero que caiga de espaldas muere. Es duro el ritual que viene después, con el sacrificio del perdedor, pero hay que entenderlo desde el respeto hacia otras culturas. La muerte aquí es tan normal como andar en bici y las bicis... que no, que no muere, lo pasa mal, pero lo dejan vivir. Sino no quedarían suficientes luchadores y éste es el deporte rey en Senegal, así que los dejan vivir. Además, todo el entrenamiento con el que han esculpido esos cuerpos quedaría para nadie, para el viento.

Así que de un lado tenemos a los luchadores y a los que simplemente corren y hacen ejercicios, muchos de ellos que vienen de jugar al fútbol. Y corren en una de las bandas del improvisado campo de fútbol, con lo que muchas veces estorban el juego, y muchas veces se juega más allá de donde ellos están. A pesar de ello nunca nadie se queja, no hay malas caras cuando se estorban, cada uno está a lo suyo y los dos grupos de deportistas conviven sin problemas. No puedo evitar pensar que en Europa esto sería imposible: a la primera de cambio uno de los corredores cortaría el balón de un futbolista, o un balón golpearía con fuerza en uno de los luchadores, y habría problemas. Yo lo achaco a un mayor sentido de la colectividad que existe aquí, donde el espacio es de todos y no debo enfadarme si molestan mi actividad. Y lo mismo pasa en las calles, entre los tranquilos paseos de los coches.
 Y como aquí se toman muy en serio el estar en forma, o tienen sobredosis de energía, cuando unos pierden al fútbol normalmente se ponen a correr hasta que toque jugar la próxima vez. Yo no, yo los miro o me doy un baño, o más bien me baño porque cansa hasta verlos hacer tantas cosas.

La primera vez que jugué al fútbol fueron cinco minutos, y al final perdimos, así que tocó salir del campo, pero tuve que hacerlo casi a rastras. Cualquiera sabe que jugar y correr en arena es muy duro, pero imaginaos si se hace corriendo con negros que parece que han nacido para trotar, y que no paran ni un segundo. Ahora ya me voy acostumbrando a los partidos de cuatro contra cuatro, a un gol y donde el que pierde sale, y donde el final del deporte lo marca el sol que, perpendicular al campo, va bajando hasta perderse en el océano, por allí por donde América debe de estar.  Se aprende a jugar hasta con la resaca de las potentes olas que hacen de borde, a escuchar detrás tuya el agua en tromba que amenaza con quitarte el balón de los pies. Y ahora cada vez que llego a la playa saludo a Pierre, a Alpha, a Dauda, a Hussein o a quien esté por allí cuya cara me suene, porque hay mucha gente diferente dependiendo del día , y pregunto con quien puedo jugar. Y sé que echaré de menos, cuando pronto me mude de casa, los partidos bajo el faro de Mamelles, y la gente del barrio.

Por aquí las cosas se ven desde otros ángulos, y la vida diaria se vive en clave de alegría. A pesar de las penurias, a pesar de la pobreza, las sonrisas abundan por doquier y se mezclan entre ellas amablemente. Hoy por ejemplo, un policía me paró en una rotonda por no llevar casco en la moto (madre no es lo que parece, tuve que salir rápido y lo olvidé), y tuve que pagarle la mitad de la multa para que se olvidase y me dejase ir. No se cortan mucho, te llevan descaradamente hacia un rincón entre coches y aflojas las pasta que va directamente a su bolsillo. Y entonces, en un capítulo que sólo pasa en sitios así, se acerca al chico que vende café tuba, el café que beben por la calle, bastante rico por cierto, y me dice que coja un café. Yo le digo que ya no tengo dinero, que me ha dejado seco. Y el señor policía, con su uniforme, sus gafas de sol y su porte generosa, me dice que me lo paga él, para que vea que a pesar de pararme y multarme los policías de Dakar son buena gente e invitan a cafés. Y yo, que en ese momento habría debido escupirle y desearle una muerte cercana y dolorosa, pongo una sonrisa senegalesa y me bebo con gusto  el café, pensando que Alá  todo lo rige y si me han parado por algo será, y que quizás ese café, que de otra forma no habría tomado, me venga bien en las reuniones a las que me dirigía. Todo fluye.




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